19.3.06


Virgen Salvaje

La claridad de la noche prestaba luz y vida a la monumental silueta femenina que ofrecíase a mis asombrados ojos: las protuberancias de su cuerpo quebradizo, la fiel relación de las partes con todo; o, preferentemente, de todo con las partes, el magnetismo sensual que desprendía...
Lo umbroso del lugar y el silencio reinante se constituyeron en aliados de la fantástica aparición.
Fue el calor pegajoso del atardecer, a buen seguro, el motivo que condujo a la mujer al riachuelo, que reflejaba el tono verdoso del follaje.
Dado el tinte de las hierbas cram-cram, altas y densas, se infería que atravesábamos una estación de lluvias.
Reverberaba la floresta en las aguas que, generosas, devolvían los contornos refrescados. Los cínifes moteaban el espejo natural.
Al cabo de un rato, la ninfa de color azabache salió del estanque con el majestuoso andar de quien pisa hollando, esplendente y vigorosa.
Su felina estampa estaba dotada de una expresión de rebosante fertilidad.
No se le notaba ningún tatuaje o marca tribual. Aun reparando en el aspecto, costaba determinar su índole, acaso de proceder fetichista y sujeta a la idolatría de un dios pagano.
Cualquiera que fuese su idiosincrasia, refundía las características específicas de la raza negra, sus detalles étnicos.
Tenía el pelo escarbado, en anillos apretados. La frente, proporcionada, presidía la pequeña y no demasiado ancha nariz; y la boca, por obra de los carnosos labios, ponía un cierre circunstancial a la simétrica dentadura de marfil. El alertado cuello permitía que la garganta se pronunciara, dando paso al torso. Dominando los pechos, rectos sin ostentación, los altivos pezones tendían muy ligeramente al costado respectivo, como si desearan alejarse y deshacer la intimidad; tal vez, ansiando liberarse de miradas procaces.
Pese al pigmento de la piel, hubiese sido incomparable modelo para una escultura de Clará Ayats; o para varias, porque dimanaba de ella la juventud, la serenidad y el reposo. Quiere decirse que reunía las tres nudas creaciones del artista.
A lo largo de la profesión, tuve la posibilidad y la fortuna de aprender a distinguir a los nativos del continente africano. Durante las exploraciones efectuadas en el desarrollo de estudios antropológicos, analicé en todas sus manifestaciones a las diversas mujeres atezadas.
Pasaron raudos por mi imaginación, en evocación cargada de comprensible libidinosidad, fragmentos de pretéritas aventuras: el bonito cabello de la hembra makere, los gruesos labios de la joven agoni y la serena belleza de una peul o de una bakongo, de correctas facciones ambas. Recordé el entusiasmo de la adolescente quipungo, inclinada a la profusión de adornos; y añoré el recreo cerca de la apasionada y temible zulú. Ello se da en el terreno extenso e inculto de la selva; allí es posible convivir entre los sombas, siempre desnudos, o con los ashanti asentados en minas de oro y diamantes.
La indígena caminó unos metros para detenerse repentinamente. Se agachó en cuclillas, separando las rodillas y definiendo la intención de mear. Una sensación de urolagnia me dejó envarado.
Evacuó la orina sin mirar al chorro que de su entrepierna brotaba. Apenas demostraba curiosidad al contemplar cómo el agua, amarillenta y tibia, empapaba un trozo de superficie. Mantuvo el tronco erguido y la cabeza elevada hacia las nubes que, gracias a los vientos alisios, a veces hacen pis.
Inmóvil, de cara al arroyo, su espalda imitaba una pista por la que deslizar la concupiscencia, desde la nuca al sacro o al revés.
Temblaba yo de gozo, trasoñando recorrer, norte a sur de sus lomos, la sugerente hendidura que los diseñaba.
Apurando el tiempo, cuando terminó de orinar no se limpió. ¡Con qué satisfacción le hubiera prestado los dedos para secar la humedad de su sexo!
La negrita buscó dónde recostarse. Una capa de musgo verdiseco sirvió de improvisada cama; un tallo rebultado hizo de almohada.
Creí advertir que la tierra cedía bajo su peso; mas no existía contracción dolorosa de la misma, sino acomodo de matojos y brozas. En el desmadejamiento que va en pos del descanso, la aborigen adoptó una postura semejante a las crucifixiones: brazos abiertos y piernas cerradas.
Excitado y aturdido, vi que la flora recobraba savia. Parecía que la naturaleza se esforzara en cargar de contenido erótico al frondoso paraje. Por otro lado, la ausencia de aire consentía el sosiego absoluto de los elementos ambientales; solamente el rumor y el eco eran capaces de comunicar al escenario con el mundo exterior.
Resuelto a saborear el maravilloso espectáculo, a no perderme nada, tomé posiciones adelantadas.
Hallé sitio en un gigantesco limba que los años y la carcoma abatieron. Sentado sobre él, me conceptué privilegiado espectador. Lianas y raíces aéreas ocultaban a las plantas sin clorofila que, incapaces de utilizar la fuerza de los rayos solares, absorbían el alimento de otras. Mientras, algunos de los vegetales próximos habíanse convertido en falos y vulvas a punto de entrar en contacto.
Las retinas de mis ojos, dispuestas a usurpar lo que atisbasen, trasladaron el placer al resto de los sentidos. Y mis dientes se hicieron de crecimiento continuo, como los de ciertos lémures de Madagascar.

***

El vuelo de los airones rayó el cielo de la selva tropical. Pero no estaba predispuesto a fijarme en bucólicas transparencias.
Consideré probable que los antepasados de la nativa fuesen presa de los piratas que antaño, surcando los mares, raptaban a las hembras jóvenes y las introducían en los burdeles de las ciudades o en el gineceo de un potentado.
Mas pudo ser la suya suerte aciaga derivada de inferioridad social, o de un presumible estado virginal, es decir, lo que entonces le ocurría a una kirdi: portando los alimentos que poseía, pasaba a engrosar las riquezas del jefe de su tribu.
Se trataba de doncellas, negroides y esbeltas como las dinka, que acudían a cohabitar a la cabaña del poderoso señor, quien luego las reintegraba al origen familiar para que, ya educadas e instruidas en las faenas domésticas, creasen un hogar. El producto de esta arraigada costumbre reputaríase bueno, si no fuera porque regresaban al poblado de procedencia con los atributos íntimos destrozados.
En verdad y a pesar de pasadas experiencias, mi ilustración era vaga en cuanto a la conducta sexual de los nativos del lugar, donde la mujer siempre representó un objeto que, cogiéndose fácilmente, se abandonaba enseguida.

***

No obstante la lejanía, aprecié que un bichito escalaba las inmaculadas redondeces de la negrita. Daba la impresión de se hubiesen encontrado el cero y el infinito de la condición animal.
Recorriendo centímetros de cutis anduvo el hemíptero, con evidente riesgo de perecer ahogado en los lagos de sudor de la exuberante hembra.
De resbalar atolondrado por el tobogán epidérmico, el insecto fue a parar al interior de los muslos femeninos. Y debió ser tan aparatosa la caída que la mujer lo acusó, despegando la entrepierna.
Intentar describir el monte de Venus de aquella pantera humana demandaba conocimientos de orogenia y zoología a la vez.
Padecí una morbosa envidia del bicho, que alardeaba de licencia para afincarse en la obscura epidermis y campar por ella al albedrío, perdiéndose en los entresijos, enredándose en la espesura del vello, intoxicándose con sus efluvios: el de los sobacos, el del canal que divide el seno, el del surco onfálico…
Invadido de ansia acaparadora, me pregunté mentalmente si la preciosa creatura dependería de más dueño que el entrometido e inoportuno artrópodo. Resistíame a admitir que mortal alguno tuviese la facultad de disfrutarla a voluntad.
Estimé tener idéntico derecho que el irrelevante animalejo para deleitarme con la incomparable geografía: las curvas caderas, el bosque del pubis, la estepa del vientre o los altozanos del pecho. Lujurioso transitar de los sentidos por aquel cuerpo incomparable, cruzando los túneles virginales para detenerme en el paso obstruido del ombligo, o estrellarme contra las pequeñas y umbrosas grutas de las axilas.
Pero se hizo todo apresurado y sucesivo: la boca, el cuello, los hombros...
Me esforzaba en alcanzar mediante la imaginación lo que resultaba imposible de otro modo.
Y a falta de cintura que enlazar, perdiendo apoyo surgió el apretón, inesperado, al espinoso arbusto. Desestimando los pinchazos, dejé escapar ese clamor desgarrado que provoca la emisión seminal.
Fue el mío un rugido salvaje, que sorprendió e hizo saltar asustada a mi compañera de sueños. Se supone que también al insecto.
Agotado el éxtasis, los brazos flaquean y la virilidad decae aunque pretenda persistir.
Así concluye la quimera que, en favor a los visionarios, ha maquinado el complot de Eros y Psique.
Acto personal e ingénito éste, propio del comportamiento del individuo desde niño. Al fin y a la postre, la masturbación cubre un camino a caballo entre el erotismo de un crío y la heterosexualidad del hombre adulto.
Masturbatio, festivus ignis est.
(Masturbación, fuego de artificio es.)

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